Dicen las prospecciones que en Francia la extrema izquierda ya ha superado a los socialistas. Y dicen las proyecciones electorales que en la Europa rica --los países escandinavos, los flamencos, los holandeses, buena parte de Alemania-- viene subiendo exponencialmente la extrema derecha. Eran sobrecogedoras las imágenes del proletariado britá- nico exigiendo a gritos que los puestos de trabajo se reserven para los nacionales. Recordé que en la última crisis económica, el proletariado francés que votaba por el Partido Comunista se pasó en bloque a Le Pen. La extrema derecha es el mejor refugio de la extrema izquierda y viceversa. Cuando no se matan entre sí, se adoran. No hay nada tan espeluznante como leer las justificaciones que escribieron los burócratas franceses del Partido, entre ellos Louis Aragon, cuando Stalin firmó el pacto con Hitler. Esa connivencia profunda se expone con lucidez en el mayor clásico ruso (y comunista) del siglo XX: Vida y destino, de Vasili Grossman.
Da escalofríos pensar en cómo se producirá esa partición violenta en nuestro país. De momento son solo fenómenos dispersos, como vagos relumbres en el horizonte. Uno que pide dictaduras a la cubana, otro que reclama autoridad y rigor, muchos que exigen una nacionalización radical de la política. Cuando los relámpagos se conviertan en tempestad, constataremos que 40 años de convivencia no son nada comparados con 10 siglos de guerra civil. Nuestra tradición manda que todo el mundo ha de ser forzosamente igual, o sea, igual a Mí. A eso le llamamos identidad, un modo maquillado de mencionar el amor al uniforme.
EL PASADO FIN de semana me acerqué al espolón de L'Estartit para ver una vez más cómo el bravo mar se había llevado de una dentellada uno de los espacios más emocionantes de lo que queda de Costa Brava. Constaté que aquello no se va a reconstruir nunca. Anduve luego hablando con el amable regente del Club Náutico, con los comerciantes de Torroella, con el paisanaje de aquel lugar por el que siento un afecto parecido, creo yo, al que se suele denominar "amor a la patria". Luego paseé con el podenco de unos amigos de Llabià, bicho conejero y socarrón, por el camino bordeño que da sobre el viejo lago, uno de los paisajes más enteros de la zona, cultivos que pudo pintar Jan Memling. Los verdegrises del pinar, el polvo plateado de las encinas, y sobre todo la nube de pétalos blancos sobre cada almendro contra un cielo de loza, eran de una cortesía jovial. Pensaba en el buen país, el notable paisaje y el cordial paisanaje que quizá dentro de poco se convierta en una hoya de furias en la que cada cual querrá imponer violentamente eso que él llama "su identidad" y que no es sino un modo delicado de hablar del gran deporte nacional: marcar el paso.