Notas de Prensa

Francesc de Carreras: 'De disidente a precursor'

03-09-2009 | La Vanguardia

La gran obra que deja Ruiz-Giménez es la valentía de ser un disidente en tiempos difíciles y el calado democrático de su labor al frente de la revista Cuadernos, precursora de la futura democracia.

 

La vida política activa de Joaquín Ruiz-Giménez, fallecido la semana pasada ya muy longevo, se acabó el 15 de junio de 1977 al no salir elegido diputado en las primeras elecciones democráticas que eligieron a las Cortes, que, de facto, serían constituyentes. Su derrota, para nada atribuible a su persona, constituyó una sorpresa y probablemente fue una injusticia, si este término fuera de aplicación a la vida política. Sin embargo, en los quince años anteriores, muy pocos habían contribuido como él a crear las condiciones para que la democracia fuera posible en España. Y ello por dos razones: porque fue, primero, un disidente, y luego un precursor.

En primer lugar, Ruiz-Giménez fue un disidente del franquismo.

Los disidentes son aquellos que se separan de un grupo determinado habiendo formado antes parte de él. El disidente suele ser aquel que muestra sus discrepancias públicamente pero que, además, da a presuponer que otros muchos piensan como él aunque no se atrevan a decirlo. La imagen del disidente se parece así a la cara visible de un iceberg.

Los disidentes son esenciales para que los sistemas políticos cohesionados por el miedo - del cual las dictaduras son un caso extremo-se corroan por dentro y empiecen a desmoronarse hasta el desplome total.

Pues bien, eso es lo que hicieron a mitad de los años cincuenta, con más o menos radicalidad, algunos intelectuales del régimen, por ejemplo, desde el falangismo, Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo o Antonio Tovar y, desde el mundo católico oficial, entonces casi en solitario, Joaquín Ruiz-Giménez. La herida que todos ellos causaron entonces al franquismo fue decisiva cara al futuro, en especial porque contribuyó poderosamente a que se empezara a perder el miedo a la dictadura y comenzara a reforzarse la oposición política, obrera y universitaria. A los disidentes es difícil perseguirlos, y más todavía eliminarlos, a lo más se les excluye discretamente de la vida oficial, pero sirven para reforzar a los adversarios de siempre, aquellos que nunca participaron de esta vida oficial y siempre se enfrentaron a ella, en el caso de que estos disidentes se ofrezcan a colaborar con ellos.

Esto es lo que hizo Ruiz-Giménez de forma lenta y cautelosa desde que fue destituido como ministro de Educación en 1956 hasta que, al fin, renunció a su cargo de consejero nacional del Movimiento en 1965. En el entretanto, el gran Papa Juan XXIII había promulgado dos encíclicas claves para la nueva orientación política y social de los católicos, y en 1962 había dado comienzo el Concilio Vaticano II. Todo ello fue determinante para que Ruiz-Giménez, una persona profundamente religiosa, fundara en 1963 Cuadernos para el Diálogo, una revista mensual que resultó decisiva para preparar el clima político que conduciría a la transición. Con Cuadernos, el antiguo ministro de Franco había pasado de disidente del régimen a precursor de la futura democracia.

En efecto, los precursores son aquellos que enseñan doctrinas que no hallarán acogida inmediatamente sino en tiempo venidero. Esto es lo que fue esta revista que ya en su título enunciaba todo lo que pretendía ser, pues diálogo presupone libertad, respeto mutuo, pluralismo, tolerancia, igualdad y justicia. Todo un programa: concretamente un subversivo programa antifranquista.

Pero la revista no sólo fue importante por expresar ideas democráticas sino también porque en su consejo de redacción y en su plantel de colaboradores más habituales se encontraron buena parte de los que más adelante serían protagonistas de los primeros tiempos democráticos. La lista sería interminable, sólo apuntemos algunos nombres de jóvenes entonces casi desconocidos: Gregorio Peces-Barba, Pedro Altares, Elías Díaz, Leopoldo Torres Boursault, Óscar Alzaga, Javier Rupérez, Rafael Arias Salgado, Julián Ariza, Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, Nicolás Sartorius, Ignacio Camuñas y Tomás de la Quadra-Salcedo. Un abanico de variadas ideologías (democristianos, liberales, socialistas y comunistas) que, ya entonces o más tarde, se irían decantando por los grandes partidos de la democracia constitucional, en especial el PSOE, la UCD, el PCE y AP.

Esta joven redacción y estos colaboradores ya prefiguraron lo que sería después el Congreso de los Diputados y en Cuadernos, mediante el diálogo y todo lo que este significaba, aprendieron dos valores, antes mencionados, que en la política de hoy se encuentran a faltar: respeto mutuo en el trato personal y tolerancia con las posiciones de los demás. Todo ello bajo la autoritas de don Joaquín, una personalidad respetada por todos, que marcaba el tono de la revista, el espíritu de la redacción y establecía unas reglas de juego que coincidían con los principios democráticos. Como dijo Juan Antonio Ortega en su nota necrológica de la semana pasada, “sin Cuadernos la transición hubiese sucedido de otro modo”.

La gran obra que deja Ruiz-Giménez -además de una larga escuela de universitarios formada a partir de Elías Díaz y Peces-Barba, sus discípulos más directos- es, pues, la valentía de ser un disidente en tiempos difíciles y el calado democrático de su labor al frente de la revista Cuadernos, que también fue en aquellos años un editorial influyente, en la estela de la revista. Que no obtuviera acta de diputado, con la perspectiva del tiempo carece de importancia. El terreno ya estaba abonado y su buena nueva como precursor comenzó pronto a dar buenos frutos.

FRANCESC DE CARRERAS SERRA, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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