Opinión

La salud mental, una inversión prioritaria

15-11-2015 | El País

Estudios en Reino Unido señalan que es posible que la enfermedad mental sea responsable de mayor infelicidad incluso que la pobreza

 Lord Richard Layard es uno de los más ilustres economistas de la London School of Economics. Como buen lord, podría estar pasando sus días languideciendo en la Cámara de los Lores (y sí, a menudo se le ve por allí). En su lugar, dedica su carrera posjubilación a mostrar que es crucial incrementar sustancialmente el gasto en salud mental. De acuerdo con sus estudios, esta inversión es en parte rentable para los contribuyentes incluso en términos puramente, reduccionistamente, económicos.

La primera observación es la elevadísima prevalencia de estas enfermedades. De acuerdo con un estudio de 2002 de la Organización Mundial de la Salud, la enfermedad mental es responsable del 50% de todas las discapacidades en Europa Occidental. Su importancia es mayor que la de los efectos combinados de los dolores de espalda, problemas cardiacos, problemas pulmonares, diabetes, cáncer y todo el resto. En España, de acuerdo con el Estudio Europeo de la Epidemiología de los Trastornos Mentales, uno de cada cinco españoles sufre durante su vida algún trastorno mental. La incidencia es algo menor entre los hombres y mayor entre las mujeres, y aumenta significativamente con la edad tanto en hombres como en mujeres.
 
El coste económico de la enfermedad mental es muy importante. Primero, la OCDE calcula que un tercio de los gastos por discapacidad se deben a estas patologías. Segundo, las tasas de empleo entre los que sufren las peores enfermedades mentales son un tercio menores que las de las personas sanas. Finalmente, el coste en términos de bajas por enfermedad es enorme: la mitad de estas se deben a la enfermedad mental. El pasado miércoles, en una conferencia sobre estrategias de salud mental, la representante del Ministerio de Sanidad estimó en un 8% del PIB, unos 83.000 millones de euros, el coste total de la enfermedad mental en España, incluyendo todos los costes arriba detallados. El coste económico es obviamente solo la punta del iceberg del sufrimiento que la enfermedad mental causa a los enfermos y a sus familias. Recientes estudios sobre felicidad y satisfacción con la vida realizados en el Reino Unido muestran que la enfermedad mental es responsable de más infelicidad incluso que la pobreza.
 
Sin embargo, y quizás contrariamente a lo que la sabiduría popular sugiere, la evidencia apunta a que gran parte de la enfermedad mental responde bien al tratamiento. En particular, dos tipos de terapia han demostrado tener un impacto claramente positivo en rigurosas evaluaciones con doble ciego, de acuerdo con el Instituto Nacional de Salud y Excelencia Médica del Reino Unido (NICE): la medicación, y la terapia cognitiva conductual. Los cientos de estudios al respecto sugieren, por ejemplo, que el 60% de las personas deprimidas saldrán de su depresión tras cuatro meses de tratamiento, bien con terapia cognitiva conductual, bien con tratamiento con fármacos.
 
La terapia cognitiva conductual es muy diferente de la terapia psicoanalítica. Al contrario que los largos tratamientos en los que el paciente habla de su pasado, esta terapia está orientada a dar a los pacientes herramientas prácticas para enfocar sus problemas de forma más positiva. El NICE británico la considera eficaz contra la depresión, ansiedad, trastorno obsesivo compulsivo, pánico, trastorno por estrés postraumático, insomnio...
 
Cuando una enfermedad tiene un coste social y emocional tan alto, parece evidente que invertir en terapia es necesario. Si la terapia es eficaz en muchos casos, y tiene un coste relativamente reducido, el argumento parece inapelable. Efectivamente, lord Layard muestra que los números (incluso en una perspectiva puramente económica) son inapelables para muchas enfermedades mentales. Según su cálculo, usando datos del Reino Unido, en un periodo de dos años y medio el coste de una terapia basada en psicofármacos o en 16 sesiones de terapia cognitiva conductual sería de 1.000 libras. El beneficio de esta terapia se puede estimar en una media de ocho meses adicionales sin depresión, lo que genera un retorno de tres veces el coste, que en parte se lleva el contribuyente vía impuestos. Desgraciadamente, a pesar de que el argumento emocional, social y económico a favor de la inversión en salud mental parece extremadamente claro, la atención dedicada a estos enfermos por los sistemas públicos de salud es insuficiente y la situación se ha deteriorado sustancialmente en los años recientes.
 
El nivel de atención y de inversión en estas enfermedades es generalmente muy bajo. Lord Layard argumenta en un reciente artículo que mientras el 75% de los enfermos con enfermedades físicas sigue algún tratamiento, solo uno de cada cuatro enfermos mentales está en tratamiento, tanto en EE?UU como en Europa continental. Las razones son varias: en primer lugar, en algunas ocasiones el enfermo no busca el tratamiento porque teme el estigma asociado; en segundo lugar, los importantes avances en salud mental de las últimas décadas no han sido entendidos por la población enferma, que en muchos casos no es consciente de que la depresión, la ansiedad, etcétera, pueden ser tratados con éxito. Finalmente, existen insuficientes recursos en la mayor parte de los sistemas sanitarios dedicados a estos problemas.
 
Si el punto de partida era malo, la reciente crisis ha agravado la situación. Por un lado, ha aumentado la demanda y las necesidades de atención. Un trabajo de investigación reciente liderado por la Dra. Margarida Gili en la Revista Europea de Salud Pública mostraba (aunque usando solo la población que sí acude en busca de tratamiento a los Centros de Atención Primaria) que hubo significativos aumentos en España de los trastornos del ánimo (20% y 9% de aumento de la depresión y ansiedad, respectivamente) durante la crisis. Los investigadores atribuían (aunque la dirección de la causalidad es difícil de establecer) un tercio del riesgo total de problemas mentales a la combinación de desempleo y de exceso de deuda hipotecaria.
 
Por otro lado, los recortes en sanidad pública han afectado especialmente a la oferta de salud mental, con cada vez más largas listas de espera, retrasos en los tratamientos y escasez de profesionales denunciados por asociaciones de pacientes y de familiares en prácticamente todas las Comunidades Autónomas. Y sin embargo, como argumentábamos arriba, la evidencia sugiere que este es un problema en el que un esfuerzo decidido y coordinado puede producir un gran impacto. Parece prioritario en particular hacer tres intervenciones. En primer lugar, es crucial concienciar a la población de que gran parte de los problemas de salud mental tienen solución, contrariamente a la impresión popular. En segundo lugar, hay que invertir más en el tratamiento de estos problemas, dado que este tratamiento es eficaz, eficiente y tiene un coste inferior a su retorno social y económico.
 
En tercer lugar, existen una serie de enfermedades mentales graves (como la esquizofrenia, por ejemplo), de las que el trabajo de Layard habla poco o nada, de muy difícil tratamiento, que requieren una extensa coordinación entre dispositivos sanitarios y sociales. El reconocimiento de que buena parte de la atención en salud mental es rentable debe servir para liberar recursos adicionales, y no solo sanitarios, para que los enfermos mentales más graves puedan recibir la atención necesaria, independientemente de que sea rentable, y para que sus cuidadores y familiares reciban también el apoyo que requieren.
 
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