Sala de premsa

El Manifiesto por la Lengua Común, ¿última oportunidad de concordia?

06-08-2008 | El Semanal Digital

Un análisis en profundidad sobre lo que significa la lengua común, las críticas de los nacionalistas al manifiesto y la oportunidad que plantea que solucionar una posible fractura.

Pocas veces en nuestro país una declaración pública había concitado el alto número de adhesiones de gente de la calle (la mía entre ellas) y de intelectuales de diversas tendencias políticas que está registrando el Manifiesto por la Lengua Común, difundido por diversos periódicos nacionales de papel y electrónicos, así como por el Partido de la Ciudadanía de Albert Rivera y la UPyD de Rosa Díez. Todo un síntoma de que en España hemos logrado crearnos un gravísimo problema con el peculiar régimen de cooficialidad lingüística que se aplica en algunas Comunidades autónomas.

El Manifiesto persigue la defensa del español como lengua común y de los derechos individuales de sus hablantes; ello le ha atraído las críticas de los nacionalistas que, atribuyendo a los demás sus propios prejuicios, lo consideran absurdo y demagógico porque el español no está en peligro en nuestro país y, por tanto, no necesitaría de protección alguna. También se le han puesto reparos desde la trinchera opuesta debido a la identidad de algunos de sus promotores y firmantes, a los que se acusa de haber ayudado a provocar, de manera activa o pasiva, el problema que ahora denuncian.

Pluralidad lingüística y lengua nacional común

Para abordar la cuestión que plantea el Manifiesto, lo primero es reducir a sus justos términos nuestro habitual complejo autocomplaciente de que "Spain is different". Desde luego, no lo es en la pluralidad lingüística, ya que, aunque muchas personas no sean conscientes de ello, casi todas las naciones de nuestro entorno lo son. Siempre se ha puesto a Portugal como ejemplo de lo contrario, pero hace ya años que en el país vecino se ha dotado de un cierto reconocimiento oficial al mirandés, una variante del viejo romance asturleonés que se habla en la localidad de Miranda do Douro.

También es general el hecho de que, en las naciones plurilingües, una de esas lenguas asuma el estatus de lengua oficial común, sin perjuicio de que, en esto, como en todo, existan excepciones bien conocidas (Suiza, Bélgica). El proceso histórico a través del cual una lengua llega a convertirse en nacional varía de país a país; factores políticos, económicos y culturales (de prestigio literario, sobre todo) se combinan en diferentes proporciones según los casos.

Por lo que respecta al castellano, quizá haya sido el filólogo Juan Ramón Lodares, desgraciadamente fallecido en accidente de tráfico en el año 2005, quien mejor haya contribuido a explicar al gran público ese proceso, a través de su trilogía El paraíso políglota (Taurus, 2000), Gente de Cervantes (Taurus, 2001) y Lengua y Patria (Taurus, 2002). No es éste el momento de exponer con detalle las tesis del autor citado; baste apuntar que, pese a lo que la propaganda nacionalista se empeña en difundir, el castellano se convirtió en lengua franca de modo espontáneo ya en la Edad Media, y sólo después empezó a ser promocionado políticamente como lengua española común.

En este punto a mí, como cultivador del Derecho público, me corresponde poner de relieve un importante matiz. En el Antiguo Régimen, a los monarcas les interesaba, cómo no, el contar con una lengua común en la que dirigirse y ser entendidos por todos sus súbditos, por evidentes razones de simplificación y eficacia en el ejercicio del poder, y por eso las monarquías absolutas, especialmente en la época del Despotismo Ilustrado, tendieron a la uniformización lingüística. Sin embargo, ello chocaba con el pluralismo inherente al sistema organicista propio del Antiguo Régimen, de manera que esa evolución estuvo lejos de completarse en países como España o Francia.

Lo que significa la lengua común

Igual que en otros muchos campos, fue el Estado constitucional nacido de la Revolución francesa y de las Revoluciones liberales del siglo XIX quien intentó terminar lo que el absolutismo dejó a medias. Para el Estado constitucional liberal, la lengua común no era sólo un expediente de racionalización del ejercicio del poder, sino un presupuesto del propio sistema; la supremacía de la voluntad general, plasmada en leyes generales y abstractas, presupone la discusión pública, libre y racional de los representantes de la nación en el Parlamento, y difícilmente puede haber una discusión de ese tipo sin lengua común. Así surgió lo que el profesor Eduardo García de Enterría ha denominado gráficamente la "lengua de los derechos", en la que éstos se formulaban y luego se podían reclamar frente al Poder.

No es casualidad que una de las pocas tareas prestacionales que el Estado liberal asumió directamente y desde sus inicios fuese la de la instrucción pública, para romper el monopolio que tenía la Iglesia en este ámbito y formar a los ciudadanos en los principios del nuevo sistema. Generalización de la educación obligatoria y difusión de la lengua común marcharon indisolublemente unidas durante todo el siglo XIX, dentro de un programa progresista al que se oponían los sectores contrarrevolucionarios y reaccionarios.

Paradójicamente, para la delicada sensibilidad de las modernas sociedades pluralistas avanzadas, siempre atenta a no herir la susceptibilidad de las minorías o de las tendencias que encajan en la corrección política, lo que hicieron los progresistas decimonónicos en el terreno lingüístico era poco menos que un genocidio cultural. Y no cabe duda de que consentir la pérdida de modalidades lingüísticas seculares supone un empobrecimiento cultural, y que es justo reconocer y tutelar los derechos de los hablantes de las mismas.

La plasmación de esta nueva sensibilidad la encontramos en el artículo 3 de nuestra vigente Constitución. Este precepto, tras declarar que la lengua española común, el castellano, es la lengua oficial del Estado y establecer que todos los españoles tenemos el deber de conocerla y el derecho a usarla, permite la cooficialidad de las demás lenguas españolas en las respectivas Comunidades autónoma y proclama que "la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección".

Del respeto y protección de las lenguas cooficiales a la exclusividad lingüística

Pero los constituyentes cometieron dos errores jurídicos fatales cuyas consecuencias estamos pagando amargamente hoy: el primero, no haber incluido el derecho a usar la lengua común entre los derechos y libertades que se pueden exigir ante todos los Poderes públicos directamente sobre la base de la propia Constitución; el segundo, no haber atribuido al Estado competencias específicas para desarrollar ese derecho y el correlativo deber de conocer el castellano. Por consiguiente, mientras las Comunidades autónomas pueden recibir a través de sus Estatutos de Autonomía competencias exclusivas sobre el régimen de las lenguas regionales en sus territorios, como así ha sucedido, el Estado tendría que buscar subterfugios jurídicos si algún día quisiese legislar sobre la lengua común.

Es precisamente la forma en que las Comunidades autónomas con lenguas cooficiales han hecho uso de sus competencias lo que nos ha llevado a la situación que denuncia el Manifiesto por la Lengua Común. ¿Cómo se puede entender, por ejemplo, que en esas Comunidades autónomas las instituciones y los organismos del Estado respeten escrupulosamente lo que supone la cooficialidad, con rotulaciones y formularios bilingües (piénsese en casos como los de la Agencia Tributaria o el Registro civil), mientras que la Administración regional y la local (¡y las Universidades públicas!) utilicen de manera exclusiva la lengua regional cooficial?

Se trata de una manifestación más de la asimetría que aqueja a nuestro sistema político, en el que determinadas minorías, las de carácter nacionalista, consiguen siempre imponer a los demás lo que ellas no están dispuestas a cumplir. Por no hablar, claro, de las vergonzosas sanciones a comerciantes por rotular en la lengua común, impropias de un régimen democrático.

Sin embargo, lo peor es lo que está ocurriendo en la educación, donde el servicio público creado por el liberalismo decimonónico se usa para revertir la tarea de alfabetización en la lengua común que aquél se propuso. Hay quien pensará que esto es lógico, porque los nacionalistas de hoy, como los liberales de ayer, están inmersos en un proceso de "construcción nacional", pero las diferencias son demasiado evidentes para que se puedan pasar por alto.

O convivencia razonable o fractura austrohúngara

La instauración de la nación política liberal sobre la base de las grandes naciones históricas occidentales conllevó la ruptura de las ataduras estamentales y corporativas del Antiguo Régimen, incluidas las fronteras interiores, y la creación de sociedades abiertas de ciudadanos política y económicamente activos. En cambio, la "construcción nacional" de nuestros nacionalistas es un proceso regresivo que pretende configurar sociedades cerradas, formadas por clientelas cautivas de los Poderes políticos locales, en una vuelta al caciquismo de la Restauración, corregido y aumentado.

O esto se rectifica en el sentido apuntado por el Manifiesto por la Lengua Común, o España camina hacia una fractura social como nunca había conocido en su historia, ni siquiera en la II República y en la Guerra Civil. El modelo belga que admiran los nacionalistas, de exclusividad de las lenguas regionales en las respectivas Comunidades autónomas, es inviable en nuestro país, porque en España, a diferencia del caso de Bélgica, desde hace siglos existe una lengua común que es ya tan propia de esas regiones (es decir, de sus ciudadanos) como las lenguas surgidas en ellas.

En este contexto, la alternativa al equilibrio razonable entre la primacía constitucional de la lengua común y el respecto y protección de las demás modalidades lingüísticas que propone el Manifiesto es una rebelión ciudadana que nos lleve a una segregación de las personas en comunidades separadas por razón del idioma dentro de las regiones con régimen de cooficialidad lingüística, como única forma de garantizar el respeto de los derechos individuales de quienes prefieren la lengua común. Porque, obviamente, son estos derechos y la función constitucional de la lengua común los que están en peligro hoy en España y no el español, lengua universal de cultura que no necesita que nadie la defienda.

Entonces no estaríamos en Bélgica, donde la exclusividad lingüística tiene una base territorial, sino más bien en el extinto Imperio Austrohúngaro justo antes de hundirse, tal como ha profetizado uno de los promotores del Manifiesto, el profesor Francisco Sosa Wagner, en el libro escrito con su hijo Ígor El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España (Trotta, 2007). Triste y desgraciado final para el régimen político nacido de la Transición.

Torneu