Sala de premsa

Javier Serrano Copete: 'Las calles de todos'

30-04-2010 | La Voz Libre

Me pregunto dónde está la cultura de quienes no honran a sus muertos ilustres. Me pregunto cuándo honrará Barcelona, mi ciudad, a gentes como Dalí, Margalef, Crusafont, Oró, o Samaranch.

 

 

 

Es curioso el trato que Roma siempre dispensó a sus antiguos enemigos. A aquéllos que le habían puesto contra las cuerdas siempre se les reservó una posición de preeminencia, de figura ejemplar, muy lejos del peligro que para la propia República, posterior Imperio, hubiera podido representar el entonces honrado. Aníbal es un claro ejemplo. La fealdad inherente al hecho de haberse quedado tuerto durante su heroico cruce de los Alpes, los asesinatos cometidos en suelo itálico o el hecho de que su fortuna hubiera surgido de una economía profundamente esclavista, como fuera la cartaginesa, poco influyeron en su representación posterior. Aníbal era un ‘héroe’, ante todo, porque debía serlo. El motivo era obvio: debía convencerse a la población de que sólo una figura con la irradiación del púnico podía haber vencido a quienes la gobernaban. El enemigo como heroicidad, la tergiversación del ‘enemigo’ en ‘ejemplo’.

Gellner, tal vez el más grande teórico del nacionalismo, dejó escrito que “una alta cultura impregna toda la sociedad, la define y exige ser sostenida por esa forma de sociedad y de organización política. Ése es el secreto del nacionalismo”. Obviamente, lo arriba explicado debiera verse más desde el prisma de la ‘naturaleza humana’, que desde el del nacionalismo, pues como afirmara el autor, no hay naciones o nacionalismos anteriores al proceso de industrialización. Sin embargo, no pueden dejarse de ver semejanzas entre las construcciones ‘ejemplarizantes’ de los romanos con las posiciones que sostienen los nacionalistas contemporáneos.

Dentro de esa ‘alta cultura’ normalmente están los políticos. Si comenzamos con Turquía, por ejemplo, nos daremos cuenta del superlativo peso, totalmente irracional, que descansa sobre la biografía de Kemal Atatürk. Si nos centráramos en la difunta Yugoslavia, algo así podría verse en Tito, lo mismo que en la antigua URSS con Stalin. También sucede algo semejante con ‘dirigentes escogidos’, véanse los casos de De Gaulle, Lincoln o el propio Garibaldi. Todo movimiento nacionalista requiere de personajes sobre los que hacer caer los valores de esa ‘alta cultura’, esos valores que incitan a imitar, lo máximo posible, la biografía, muchas veces inventada, de quienes son puestos como ejemplo. A nadie se le escapará que esta tendencia ‘ejemplarizante’ tiene una especial manifestación en lo que se refiere a la imposición de nombres para los diferentes espacios públicos. Los propios aeropuertos de Estambul o París así nos lo confirman, lo mismo que muchas, muchísimas, calles de Barcelona.

No es el único lugar, aunque muchos seguramente nos hayamos fijado muy especialmente en éste, pero en Barcelona, en sus principales calles y plazas, se manifiesta esta práctica nacionalista de ‘mitificar’ y buscar ‘ejemplos’ por los que defender unos ideales muy precisos, una ‘alta cultura’ sobre la que argumentar su pensamiento nacionalista: plaza Francesc Macià, paseo Lluís Companys, Estadio Olímpico Lluís Companys, calle Pau Claris, etc. Lo mismo sirve para los homenajes realizados, por ejemplo, a figuras como Cánovas del Castillo o Sagasta en las vías de Madrid. Con todos los males de esa legendaria ‘patria’ que algunos dicen encontrar en España, otros en los Países Catalanes o en Euskal Herria, es curioso que siempre se tienda a honrar a quienes son excluyentes por definición, aquellos que defienden ideas políticas y no resultados objetivos, indubitados y contrastables.

Es odioso pasear por la calle Sabino Arana de Barcelona, dedicada, como es bien sabido, a un fascista ‘ejemplar’, sin poder explicar a un hijo el porqué del nombre de Salvador Dalí de esa calle. Es poco más gratificante ver la plaza Francesc Macià sin tener la ocasión de explicar a un nieto que esa plaza se llama, por ejemplo, ‘De la neurona’, porque en la Ciudad Condal se descubrió este tipo de célula por Santiago Ramón y Cajal. Se honra a políticos que antes fueron producto de sufragio censatario y de ideas particularistas de una determinada clase social -la aristocracia y la alta burguesía- por unos políticos, que siguen siendo sectarios, y a falta de títulos nobiliarios ostentan, con pocas exclusiones, ‘nacionalidad’ y ‘alta cultura’.

Me pregunto dónde está la cultura de quienes no honran a sus muertos ilustres. Me pregunto cuándo honrará Barcelona, mi ciudad, a gentes como Dalí, los científicos Margalef, Crusafont u Oró, cuándo se le dedicará a nuestro queridísimo Copito de Nieve una plaza o cuándo Samaranch, quien trajo los Juegos Olímpicos a Barcelona, tendrá un premio, dándosele su nombre al estadio, gracias a él, olímpico... No tergiversemos como los romanos, no busquemos aníbales ni escipiones, tenemos gentes que bien valen un bravo o, en el menor de los casos, un simple reconocimiento. ¿Queremos nuevos Cajales, nuevos Dalíes u Oroes o nos quedamos con más esbirros de una política caduca, necesitada de regeneracionismo? Mi opinión es evidente: ojalá coincida, en muchos casos, con la suya propia.

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