Notas de Prensa

Un cauce, no un muro

27-03-2014 | El País

Pienso que el TC, tan injustamente tratado por unos y otros, ha estado a la altura de las circunstancias a pesar de la fuerte presión ambiental en materia tan delicada

Cuando un alumno comienza la carrera de Derecho se le suele enseñar que una de las funciones del Derecho no es tanto alcanzar la justicia, un término demasiado absoluto y siempre de difícil concreción, sino establecer la paz, es decir, hacer que las relaciones de convivencia entre las personas y los grupos sean las más justas posibles de acuerdo con los principios de libertad e igualdad, o de “igual libertad” en los términos más precisos que emplea Rawls. De la justicia a la convivencia justa, de la mayúscula hemos pasado a la minúscula.

En esta dirección se expresaba Hans Kelsen, probablemente el jurista más respetado del siglo XX, en las dos últimas líneas de su conocido ensayo Qué es la justicia: “En definitiva, mi justicia”, decía Kelsen, “es la de la libertad, la de la paz; la de la democracia, la de la tolerancia”. Un sano y realista ejercicio de escepticismo para hacer posibles valores tan sublimes.

Los jueces son los últimos depositarios de estos valores en un sistema democrático. Así lo hemos convenido y a ello debemos atenernos porque los pactos deben cumplirse y toda democracia nace de un pacto originario al que denominamos Constitución. ¿Cómo llevan a cabo los jueces su labor para que surja este efecto pacificador del Derecho? Actuando dentro de sus funciones con arreglo al principio de independencia judicial, que básicamente significa ser independiente de todos los poderes excepto de uno, del Derecho, del ordenamiento jurídico, del cual, como paradoja, son absolutamente dependientes. El juez, así, está sometido al Derecho y solo al Derecho.

Si actúa de esta manera y lo explica en sentencias bien razonadas, convincentes en su argumentación y sus conclusiones, es decir, en la exposición de los hechos, en sus fundamentos jurídicos y en su fallo, el efecto pacificador suele ser inmediato. Del barullo, hasta del guirigay, inherente al debate político, normalmente de trazo grueso y de un partidismo muchas veces irracional, se pasa a la claridad, a la comprensión completa de un problema, al camino a seguir para encontrarle una salida razonable. En definitiva a la paz, al efecto pacificador del Derecho del que antes hablábamos.

Esto me parece que es lo que sucederá tras la excelente sentencia sobre la resolución del Parlamento de Cataluña de 23 de enero de 2013 por la que se aprueba la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña. Pienso que el TC, tan injustamente tratado por unos y otros, ha estado a la altura de las circunstancias a pesar de la fuerte presión ambiental en materia tan delicada.

Tres eran las cuestiones a debate: primera, si el acto parlamentario a enjuiciar tenía carácter jurídico -y, por tanto, era susceptible de control jurisdiccional o bien era una simple propuesta política formulada dentro del amplísimo marco de la libertad de expresión; solo susceptible del control político, en este caso, al ser un acto parlamentario, del control ejercido por los electores en los comicios siguientes. Segunda, si el pueblo de Cataluña era un sujeto político y jurídico soberano. Tercera, si el término “derecho a decidir” utilizado en la declaración era contrario al texto constitucional. Vamos a comentar brevemente lo que la sentencia dice sobre tales cuestiones.

La primera era decisiva: si el acto parlamentario impugnado no hubiera podido ser sometido a enjuiciamiento por el TC, el asunto se hubiera dado por concluido y no se habría entrado en las cuestiones de fondo. Pero el Tribunal se inclina, con buen criterio, por considerarlo un acto de naturaleza jurídica al no tratarse de un acto de trámite sino de un acto definitivo, que expresa la voluntad institucional de la cámara catalana y que, además, es capaz de producir efectos jurídicos por dos razones: a), porque impide discurrir de forma legítima por el cauce de diálogo institucional con el Estado y con las instituciones comunitarias e internacionales que propone el principio cuarto, al conferir al Parlamento atribuciones propias de la soberanía, y no de la autonomía; y b), porque el carácter asertivo de la resolución impugnada (“acuerda iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir”) reclama el cumplimiento de unas actuaciones concretas susceptibles de control parlamentario, según el reglamento de la cámara catalana. En conclusión, la resolución impugnada tiene y produce efectos de carácter jurídico.

Despejada esta cuestión previa, la sentencia entra en las otras dos. Respecto al principio de soberanía la discusión es fútil, ya que choca frontalmente con los artículos 1.2 y 2 de la Constitución. En efecto, el principio primero de la declaración impugnada dice así: “El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano”. El artículo 1.2 CE establece que “la soberanía nacional reside en el pueblo español" y el artículo 2 establece la unidad de la nación española. Dejando al margen opiniones políticas perfectamente respetables al respecto, según el Derecho el pueblo de Cataluña es un sujeto jurídico creado por el Estatuto catalán y un poder constituido no puede convertirse nunca en constituyente. Se trata de algo tan elemental que nadie con mínimos conocimientos jurídicos puede ponerlo en duda.

Más interesante es la última cuestión, el llamado “derecho a decidir” en la declaración. Ahí el Tribunal podría haber tomado partido en una dirección: considerar que la indudable inconstitucionalidad del principio relativo a la soberanía de Cataluña contaminaba al resto de la declaración y toda ella era inconstitucional. Pero el Tribunal no hace eso, sino que da un generoso quiebro y considera que, de acuerdo con el principio de conservación de las normas, y este acto parlamentario es una norma, el resto de principios permiten una interpretación conforme a la Constitución. Así, interpretados de forma sistemática, los demás principios se limitan a inspirar un proceso hacia un “derecho a decidir” -se entrecomilla en el texto- que no excluye seguir los cauces constitucionales que permitan traducir la voluntad política en realidad jurídica, especialmente el principio de diálogo (“se dialogará y negociará con el Estado español”) y el principio de legalidad (“se utilizarán todos los marcos legales existentes”).

En este punto del, repito, entrecomillado “derecho a decidir”, se centra el meollo de la cuestión. Sobre el mismo se recalcan dos cuestiones obvias pero importantes para aclarar la posición del Tribunal: no es el derecho de autodeterminación ni tampoco es el resultado de una atribución de soberanía. Pero se añade que se trata de “una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional”. Además de unas puntualizaciones sobre los principios de legitimidad democrática, diálogo y legalidad, recogidos en la declaración, la sentencia muestra su apertura al establecer, repitiendo vieja doctrina propia, que la primacía de la Constitución no exige una adhesión positiva a la misma porque nuestra democracia no es una “democracia militante”, pero sí exige un deber de lealtad constitucional.

Y en este punto, ya al final de la sentencia, da una salida al callejón en que se encuentra la Generalitat. Dice así el TC: “(...) si la Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, que tiene reconocida por la Constitución iniciativa de reforma constitucional (arts. 87.2 y 166 CE), formulase una propuesta en tal sentido, el Parlamento español deberá entrar a considerarla”. Ahí el TC, al modo del Tribunal Supremo del Canadá, da una lección de Derecho Constitucional. Viene a decir: la Constitución no es un muro impenetrable, es un cauce para que se exprese la voluntad popular. Pero este cauce, estos procedimientos, deben ser legales porque democracia y Estado de derecho son dos conceptos intrínsecamente unidos. El error es desviarse de la legalidad, error inaceptable porque que es desviarse de la democracia.

Un asunto complicado resuelto mediante una sentencia abierta y clara que restablece la paz jurídica.

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