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A. Espada: Para que la memoria de los Maragall no se destruya

26-10-2008 | El Mundo

¿Alzheimer inducido?: la familia Maragall censura el libro de Esther Tusquets y Mercedes Vilanova 'Pascual Maragall, el hombre y el político' (ediciones B)

Querido J:

Es incluso probable que recuerdes mi carta de la pasada semana y el anuncio de un libro ciertamente singular sobre Pasqual Maragall, que han escrito Esther Tusquets y Mercedes Vilanova. Entonces había echado un somero vistazo a algunas páginas. Ahora ya lo he leído entero. Sigo pensando que el defecto principal es su carácter apologético. Pero tiene serias virtudes. Entre ellas la rara libertad con que se expresan los protagonistas, el primero el propio Maragall. Una virtud que también debe de ser mérito de las autoras, responsables de haber organizado un clima de naturalidad en sus entrevistas y de haber sabido transcribirlo con las palabras adecuadas. Además han tenido el acierto de situar a Maragall en su contexto familiar y ciudadano, limitando el efecto deslumbrante de la política y el presente, y acometiendo con prudencia, por el otro extremo, la inevitable evocación de la figura del abuelo poeta y sus muy románticas turbulencias sobre el ser de la lengua, de Cataluña, de España, y de las patrias completas.

Me agrada, por ejemplo, que el libro se detenga en los padres de Maragall, una pareja encantadora que resistió con elegancia y dignidad el emparedamiento entre padre e hijo. Las autoras han tenido la fortuna de leer y de reproducir algunos fragmentos de una autobiografía inédita de Jordi Maragall. Me parece fascinante que aquel señor sobrio y pulcrísimo al que conocí vagamente en los años finales de su vida evoque con sencillez naïf al turbado adolescente que fue en un Sant Gervasi casi geórgico: «Me enamoraba de muchas chicas. De una que iba a la fuente de la plaza Molina y pasaba por delante de mi casa todos los días a la misma hora. Era una muchacha finita, con unos vestiditos cortos que dejaban ver unas piernas bien hechas. La veía pasar y se me encendía la sangre.» No menos fascinante es la apaciguada descripción con que evoca el inicio de su compromiso con su mujer, Basi: «Paseábamos hacia la actual plaza de Francesc Macià. Entonces era un paraje solitario, con pocas casas. Mientras paseábamos, yo inicié el tema, pero ella lo entendió antes de que yo acabara de hablar y reclinó la cabeza sobre mi pecho.» Aunque no deberías confiarte. A los pocos días de casarse, y en la delicada villa de Caldetes, se sintió mal y tuvo que acudir el médico. Su autobiografía transcribe el diagnóstico: «No era nada. Cosas derivadas de hacer el amor sin descanso.»

El más importante de todos sus fragmentos autobiográficos lo escribió, sin embargo, en el diario de su mujer, el 26 de enero de 1941. Es una larga anotación que evoca los años de la guerra. Una visión muy extraña. Para ser franco… no me extraña que haya permanecido inédito. Escribe un buen burgués catalán, recién acabada la tragedia, y ese punto de vista suele ser hoy muy incorrecto. Para empezar fue feliz: «Durante nuestra guerra conocimos estos días tranquilos en el piso de Travesera, solos en él, ocupados en muchos quehaceres de la casa o mirando por las ventanas hacia el Tibidabo en las tardes de otoño de 1936, leyendo La montaña mágica, que tanto me impresionó, escuchando conciertos que nos traía el gran aparato de radio, sintiendo profundamente el dulce bienestar de la propia casa, en la que todo se domina, todo nos pertenece y lo usamos todo con constante deleite.» Envidiable, realmente. Tener veinticinco años, una guerra y cambiar las incomodidades del frente por una ventana con vistas a Mann y… ¿Haydn? Me pregunto cómo lo consiguió, pero no he visto la respuesta en el libro. Sólo unos párrafos más allá, cuando se describe el ambiente del piso de su madre, donde pasaron algunas semanas hay alguna alusión: «Allí vivimos juntos muchas horas malísimas sufriendo constantes amenazas de todo tipo: bombardeos, faltas de alimentos, registros, llamadas a quintas.» Ir a la guerra es siempre una amenaza, desde luego. Y mucho más raramente una obligación moral o patriótica. La sinceridad del padre Maragall es muy satisfactoria. Convendrás que viene muy bien en estos tiempos de farsa y granizo retrospectivo.

En los comienzos de la guerra les llega el primer hijo. Sigue leyendo: «El pobre doctor Degollada, asesinado por los rojos poco después, asiste a Basi, autoritario, limpio, inspirando tanta confianza». Así los llamaban, claro. Los rojos. Era el color.
En cualquier caso la pasión entre Jordi y Basi no remite. Todo indica que el amor no es una cuestión tajantemente disociada de la guerra. Bien al contrario. El 12 de noviembre de 1938 les nació una hija. Evoca el padre: «Son ya los días de las caras alegres y de las noches cerca de la radio.» ¡Claro! ¡Quién dijo tristeza de
la Barcelona derrotada y de la Cataluña aniquilada! Habla un Maragall: «Pocos días después vino la liberación de Barcelona.» La liberación, naturalmente, qué otra cosa.

Los textos autobiográficos del padre Maragall que el libro reproduce incluyen también un esbozo casi doméstico, humanísimo, de las enfermedades mentales que en un momento u otro han afectado a la familia. «Hace años que duran, con paréntesis de paz y tranquilidad. Pero no puedo negar que estos sufrimientos han marcado nuestra vida». La declinación de los problemas de salud mental de los hermanos Maragall, que se extendieron incluso a yernos, es realmente impresionante. Tiene razón Diana Garrigosa, la esposa del expresidente, cuando habla de su cuñada Antònia: «Fue un regalo para esta familia tremenda.» Y también el propio Maragall, que la califica (con humor triste y con el mérito de que lo hace desde su propia y grave enfermedad) de “familia patética”. El recuento del padre, al que hábilmente las autoras ceden durante varias páginas su voz narrativa, es una prueba conmovedora de los estragos genéticos, y tiene mucho valor que aparezca en el retrato biográfico de un hombre público.

Los apuntes de la madre Maragall también están en el libro. Uno, amputado de su contexto, adquiere una veracidad solemne como cita inicial de la obra: «¿Se perderán todas las voces allá dentro? ¿No quedará nada de los abrazos, de las miradas? ¿Quizá alguien, alguna vez, preguntará: “Te acuerdas?» Maragall reconoce textualmente “el Edipo acojonante” que marcó su vida de hijo, porque Basi fue una mujer de gran atractivo y elegancia. Y su nuera Diana Garrigosa reconoce su irritación sobrevenida: «La habían educado como a una señorita, pero a mí también, y no sólo no se me caen los anillos, sino que me divierte arreglar las plantas. En los apuntes de Jordi hay una parte en la que la describe tomando el sol. Lo que más le gustaba a Basi era estar sentada o tumbada tomando el sol. Lo malo es que parece que las cosas se hacen solas, y siempre hay alguien en la trastienda que las hace.»

La mujer de Maragall es una gran protagonista del relato. Y llama la atención el modo descarnado, sin diplomacias, con que aborda algunos asuntos familiares o políticos. Suya es la descripción, por ejemplo, del suicidio de un hermano de Maragall, Pau, muerto de sobredosis. Y suya la acusación a Convergència de haber utilizado políticamente la drogadicción de Pau: «Hubo un cara a cara con Cullell, en que éste no paró de repetir lo mismo. Hablaban de Economía y Cullell decía: ‘Pero señor Maragall cuándo cerrará los bares de droga?’ Hablaban de deportes y: ‘Pero señor Maragall, usted ¿cuándo cerrará…» Y no sólo eso. «Quisieron ampliar el escándalo del hermano drogadicto e hicieron una redada. Fueron una vez a su casa y encontraron una bolsita». Ese fueron, ese hicieron: el sujeto elíptico queda ahí colgando, algo indecente, la verdad. Pero en esa redada ve Diana Garrigosa el principio del camino que llevaría a la muerte a Pau. A ella se le debe también el relato de una desastrosa jornada de pesca en Menorca con el presidente del Gobierno y su esposa, que acabó con el mareo de Sonsoles Espinosa y la firme promesa de la pareja de no volver a salir con los Maragall. Resume, herida, la señora Garrigosa: «Sonsoles es estupenda, pero yo he tenido cero trato con ella. No ha querido saber nada de mí». Y entre sus últimas palabras no debes olvidar este definitivo apotegma: «Pasqual es muy sincero y es muy generoso. No entiende la traición. Y le ha traicionado Montilla, pasando por Carod y por Zapatero».

En fin, amigo. El libro tiene aún más interés del que prueban estos fragmentos. Lo he tenido entre mis manos, un libro de 271 páginas, con una muy hermosa fotografía de Maragall llevando al cuello a su hijo, un libro con su lomo, sus páginas cosidas, su tapa dura, su título: Pasqual Maragall: el hombre y el político, su Printed in Spain, sus portadillas, su goloso índice onomástico, sus pliegos fotográficos.

Existe el libro y es una excelente noticia que se haya hecho, y que una familia con mucho peso en Cataluña (en el pasado y también en el presente: al fin y al cabo hay un consejero Maragall en el actual gobierno de Montilla) haya puesto a disposición de las autoras palabras y documentos, y haya accedido a mostrarse. Mucho más teniendo en cuenta que el negro sobre el blanco siempre han formado una pareja muy drástica. Leía el libro y me preguntaba si a veces no habré juzgado demasiado duramente algunos defectos del poder político, social y cultural de esta ciudad, el carácter untuoso y cobardón de su trama, las trampas que suele hacerse con la memoria, esa comidilla. Porque éste, qué caramba, es un libro valiente. Como regalo especial voy a adjuntarte, incluso, un párrafo del epílogo que las autoras habían planeado incluir y que al final descartaron. El fragmento señala una de las razones por las que el libro es como es, y desvela un making off muy seductor, clave de su espontaneidad y viveza.

«El hombre carismático dialoga con las dos mujeres en su despacho, mientras oscurece despacio tras los ventanales y, como nadie prende la luz, van quedando sumidos en la penumbra. Ha desaparecido la última secretaria, se ha fundido el hielo de la coca-cola y del agua mineral, se ha enfriado la infusión. En un grado mayor de intimidad, el hombre contesta con prolijidad de detalles a las preguntas –incluso cuando giran en torno a temas dolorosos como los espinosos problemas de sus hermanos, o su propia enfermedad–,  bromea socarrón y pasa luego largo rato recitando o leyendo o buscando la traducción más correcta a una expresión difícil de los sonetos de Shakespeare. Le encanta leer en voz alta, le encanta el cine, la música. Tiene la suerte de que le gusten e interesen muchas cosas.»

Así fue, y así fue escrito y publicado.

Sigue con salud. 

A.

Bueltatu