Notas de Prensa

Diego Íñiguez: 'Europa frente a la decadencia'

09-06-2009 | El Correo

Si no nos tomamos Europa en serio, si no organizamos una Unión más viable, eficaz y visible, nuestro futuro es la decadencia. Hay una alternativa: los Estados Unidos de Europa.

Sin una reforma que le dé nuevas metas, potencia y emoción, que refuerce el interés del conjunto sobre los nacionales, la Unión seguirá perdiendo eficacia y legitimación. Si no nos tomamos Europa en serio, si no organizamos una Unión más viable, eficaz y visible, nuestro futuro es la decadencia. Hay una alternativa: los Estados Unidos de Europa.



La campaña europea habría llevado al euroescepticismo al mismo Jean Monnet. Sus estrategas se han concentrado en movilizar a los suyos sin mucha sutileza: en Alemania, el mismo día que el dirigente socialdemócrata explicaba píamente que para atraer a los votantes la campaña debía concentrarse en Europa, su partido empapelaba el país con carteles retratando a los liberales como tiburones financieros, a los democristianos dispuestos al 'dumping' social, a los de la izquierda con la cabeza llena de aire caliente. «Los millonarios, a caja», llamaban los de la izquierda. No se ha debatido sobre Europa, sino sobre política interior. En Reino Unido, sobre los gastos de los parlamentarios y la agonía del Gobierno laborista. En los nuevos miembros del Este, sobre la resaca de su euforia inicial: «La gran Europa fue buena en 2007, vendí cien camiones. Este año sólo he vendido dos, Europa deja caer a Letonia». Italia conoce mejor las aficiones de su primer ministro. Alemania ha ensayado las elecciones generales de septiembre, con la atención puesta en Opel y otras secuelas de la crisis.

No es casual, los partidos son máquinas pragmáticas para ganar elecciones, ocupar espacio, hacer patronazgo. Su horizonte es táctico: cada elección, debate o medida de gobierno es una ocasión para medir fuerzas y ganar puntos en el gran juego de ganar las generales, conseguir el poder... y seguir compitiendo para no perderlo. La siguiente campaña empieza en la noche electoral, en un proceso frenético que recuerda más a la liga de fútbol que a las ideas clásicas del buen gobierno.

Los partidos democristianos y conservadores ganan algunos votos y escaños. Los socialdemócratas los pierden -de manera catastrófica en Reino Unido, dura en Alemania y Francia, moderada en España-. Los liberales no avanzan tanto como pensaban, los verdes más. A la izquierda queda poca cosecha, nunca falta un ultranacionalista o un pirata sueco. Los mayores grupos parlamentarios siguen siendo los mismos, cada uno integrando intereses e ideologías poco homogéneos.

Da que pensar que los votantes -quizá cansados de que sólo se airee en las campañas- ignoren los casos de corrupción, que la abstención haya vuelto a batir su marca. Sin duda ha decaído la excitación por lo europeo, los votantes quieren soluciones para el paro, el crecimiento, la inseguridad, las pensiones. La distribución de poderes, los valores y la identidad europeas preocupan a pocos. Pero en el Parlamento ya no «se trata de la salchicha», como dijo un magistrado constitucional alemán sobre el Tratado de Lisboa. Se decide sobre el mercado interior, el medio ambiente, los derechos de los consumidores, la industria del automóvil, la inmigración ilegal. Las leyes europeas afectan al 80% de las que se dotan los Estados miembros. También sobre justicia e interior, agricultura y pesca, cuando Irlanda, siempre verde pero ya no tan tigre, permita la entrada en vigor de la Constitución.

A pesar de todo, sin una reforma que le dé nuevas metas, potencia y emoción, que refuerce el interés del conjunto sobre los nacionales, la Unión seguirá perdiendo eficacia y legitimación. Sin lealtad y reciprocidad de los Estados, los nuevos poderes del Parlamento y la reforma institucional servirán de poco.

Para eso hacen falta dirigentes europeos capaces intelectual y políticamente. Pocos, bastan tres o cuatro. Se ha dicho que el ex presidente de la Comisión Jacques Delors sólo logró hacer realidad el 30% de sus ideas. Un 30% de las que se han escuchado en esta campaña tiende peligrosamente a cero, quizá porque Europa no es el afán ni el horizonte de los actuales dirigentes, que ven en Bruselas un exilio donde todo les cuesta: los equilibrios políticos y geográficos, los procedimientos, los idiomas. El poder sigue estando en los Estados, el mejor parlamentario europeo puede caer de la lista si hay que colocar a un líder fracasado, en retirada o incómodo para los de casa.

Haría falta otro Delors, pero vamos a tener más Durao Barroso, quizá como contrapartida de Tony Blair. Notables alforjas para el nuevo viaje europeo. ¿No habrá en Europa odres nuevos, de otra generación? ¿Puede ser Blair el primer presidente de Europa, un político desacreditado en su país, que hizo de los enredos de comunicación el tejido mismo de su acción de gobierno, impulsó una guerra impopular y fallida y presidió la etapa de intensa creatividad de la City que está en el origen de la crisis actual?

Los tiempos no están para los compromisos mezquinos habituales. No sabemos hacia dónde vamos, cómo vamos a impulsar la innovación precisa para mantener nuestro modelo social. No somos la Grecia culta que deslumbra a la Roma americana, Grecia está en las universidades americanas, donde se refugian los doctores europeos para investigar sin voto de pobreza. Se dice que Europa es un proyecto elitista, pero no tenemos un sistema de selección de élites como el que permite a EE UU encontrar un Barack Obama, cambiar su estrategia global y actuar eficazmente sobre la crisis.

Cuando el coloso estadounidense demuestra otra vez su capacidad de recuperación, el oso ruso tiene la llave del gas y los gigantes indio y chino esperan su turno, no podemos conformarnos con pagar las facturas de guerras en países que no se ven en los atlas de nuestra exquisita diversidad regional, de crisis financieras causadas por otros. Si no recuperamos el espíritu que llevó a Francia y Alemania a unir sus mercados después de tres guerras, si no encontramos dirigentes capaces de acordar con EE UU cómo impulsar el comercio, proteger nuestra propiedad industrial y regular los mercados financieros, lo que nos espera es la ruina. O, más bien, la decadencia, para el conjunto de la Unión y para cada país miembro, aunque los diferentes ritmos den a alguno por un tiempo la ilusión de sobrevivir.

Si no nos tomamos Europa en serio, si no organizamos una Unión más viable, eficaz y visible, nuestro futuro es la decadencia. Hay una alternativa: los Estados Unidos de Europa.

Diego Íñiguez, EL CORREO, 9/6/2009
 

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