Notas de Prensa

Iñaki Ezkerra: 'Veneno de serpiente'

06-08-2009 | C's

Estoy repantigado ante el televisor y de repente me da un susto de muerte un anuncio que habla de un prodigioso líquido procedente de la «víbora del templo», originaria de Tailandia

Los potingues antiarrugas siempre han sido una guarrada y su encanto reside en lo escatológico. Hace años se hablaba de la leche de pepino y del aceite de rosa mosqueta, pero pronto cobraron más prestigio los ungüentos de cartílago de tiburón, extracto de placenta y baba de caracol. La baba de caracol es que arrasaba. Uno cometía la indiscreción de ponerse a leer la composición de determinados cosméticos femeninos y se le ponían los huevos de corbata. Más que estar ante la botica de la abuela, tenías la sensación de hallarte ante la pócima de la bruja Piruja: sesos de lagarto, hígado de rata, bilis de cucaracha… Esa industria epidérmica da ahora un salto cualitativo con la «crema de veneno de serpiente». Estoy repantigado ante el televisor y de repente me da un susto de muerte un anuncio que habla de un prodigioso líquido procedente de la «víbora del templo», originaria de Tailandia, que es de consumo obligado entre las actrices de Hollywood. Al parecer, en Beverly Hills no eres nadie si no te untas la cara con ese tóxico.

Uno, que está resignado a no ser nadie ni en Los Ángeles de California ni en los de San Rafael, comprende que con la crema de veneno de serpiente hemos tocado fondo. Ya sólo falta la loción con semen de macho cabrío. Ya estamos en el pacto con el Diablo, en la venta del alma a Mefistófeles, en la esencia del afán por la eterna juventud, que es eminentemente demoníaco aunque hoy se disfrace de sano y pureta. Estamos en el «Fausto» y en «El retrato de Dorian Gray». Los románticos –o sea los modernos– lo sabían bien, pero la posmodernidad está llena de amnésicos e ignorantes. El culto al cuerpo, a la salud, al deporte, a la belleza, que hoy se nos vende como puritano, como ideal de una vida de presunto orden, es la cosa más pagana del mundo. El rechazo a los placeres humildes de la existencia (la comida, la copa, el cigarrillo…) y a la arruga, a la celulitis, a las canas, a todas las verdades de la condición humana, que son las del tiempo, es algo espartano y hasta nazi. Hitler odiaba el tabaco como odiaba la enfermedad y la debilidad mientras los primeros cristianos eran la antítesis del gladiador culturista y aceptaban a la mujer como era, con los signos de su edad. El rechazo a la madurez femenina es cosa griega, como el erotismo efébico. Y de ahí viene la obsesión por ponerle a la mujer pechos y labios de goma, por maquillarla con veneno de Satanás. Uno, que se sabe «culturalmente cristiano», no se ha teñido jamás una cana aunque es piadosillo con las debilidades ajenas.

Un ejemplo. Cuando era joven tuve una novia que pretendía adelgazar preparándose infusiones con unas moscas que tenía guardadas en un frasquito y que decía que eran del Pakistán. Un día le pegué sin querer una patada al recipiente y los insectos orientales se escaparon. Temí darle a su propietaria un disgusto, pero la solución me la dio un perro que hacía sus necesidades por todos los jardines del barrio. Con sigilo me acerqué a una docena de moscones verdosos que frecuentaban una de sus deposiciones y los introduje en el frasquito vacío. No eran moscas pakistaníes sino bilbaínas, pero gracias a mi iniciativa aquella novia mía pudo seguir con sus infusiones y sin adelgazar un solo kilo. Así que no notó la diferencia. Realmente, es que hacer el bien no cuesta nada.

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